martes, 28 de mayo de 2013

Los dos monjes y la hermosa muchacha



Anónimo japonés
Dos monjes, Tanzán y Ekido, viajaban juntos por un camino embarrado. Llovía a cántaros y sin parar. 

Al llegar a un cruce se encontraron con una preciosa muchacha, vestida con un kimono y un ceñidor de seda, incapaz de vadear el camino.

-Vamos, muchacha -dijo Tanzán sin más. Y, levantándola en sus brazos sobre el barro, la pasó al otro lado.

Ekido no dijo ni una sola palabra, hasta que, ya de noche, llegaron al monasterio. Entonces no pudo resistir más.
-Los monjes como nosotros -le dijo a Tanzán- no deben acercarse a las mujeres, sobre todo si son bellas jovencitas. Es peligroso. ¿Por qué lo hiciste?


-Yo la dejé allí -contestó Tanzán-. ¿Es que tú todavía la llevas?

FIN

miércoles, 22 de mayo de 2013

Eva está dentro de su gato


Como la mayoría de los lectores del Verde que te quiero Verde son iniciados, practicantes de oficio o ya versados en el arte de las letras, dejo esta curiosidad que sé aportará grandes recursos a sus espíritus estéticos y a su producción artística.

Mi relación con el tabaco siempre ha sido muy distante, y sólo recuerdo una anécdota muy curiosa a la que se le suma otra en estos días.
Hará unos 25 años atrás tenía un viaje de placer pendiente a Cuba, y un amigo de bohemia, don Rodrigo Quintana, me encargó un puro de la isla, no una caja, un solo puro, nunca pregunté la causa de que fuera uno solo, apenas ahora vengo a preguntármelo. El viaje no se dio y en cambio por circunstancias imprevistas me veo en una discoteca latina en Estocolmo bailando  El ratón del Cheo Feliciano. Al final de la juerga con varios amigos llegamos al apartamento de un conocido titiritero, donde terminamos jugando a las cartas varios objetos entre discos, libros, una entrada a una función de ópera, una cámara Zenit rusa, un sombrero de piel de camello de un gitano, y sí,  un puro Cohíba Club torcido a la voz de una lectora de tabaquería leyendo las páginas de Cien años de soledad allá mismo en Cuba!!!
Una vez con el puro en mi poder, la verdad es que el azar y la suerte me premiaron con el sombrero de piel de camello pero terminé cambiándolo por el puro, lo envié por correo a mi amigo don Rodrigo con una breve y emotiva carta. Después me enteré que en una tarde cuajada de gigantescas olas de nostalgia rompiendo con fuerza en impasibles y elevados peñascos de probables buenas nuevas don Rodrigo fumó a placer su puro y entre lágrimas pegó el sello del cohíba en la carta recibida. Unos pocos años más supe que a don Rodrigo se le empezó a crecer el corazón hasta que no le cupo ya en el pecho y abandonó este y otros muchos mundos.
La segunda anécdota es como sigue. Una amiga bruja me visita sorpresivamente el sábado pasado para hacer un psicodrama chamánico, es una “terapia” ja ja ja sencilla y simple de realizar, pero basada en investigaciones y estudios que han llevado años, ya que ella es Doctora en psicología y sociología aparte que es una estudiosa obsesa y minusiosa de literatura Américoibérica. El pretexto fue el famoso método de la lectura del tabaco, se usó para el ritual un Cohiba Esplendido, un néctar super especial de los dioses caribes llamado ron Havana Club y un cuento de Gabriel García Márquez titulado “Eva dentro de su gato”.
Narro muy por encima el proceso. El tabaco ha de ser curao (rezao) mínimo tres días antes, se corta con los dientes, no con tijera, luego de encendido con un fósforo de madera o brasa, hacia dentro y no hacia fuera, se empieza a dar tres bocanadas hacia algún punto cardinal. Escogí empezar por el sur, luego tres bocanadas hacia el norte, y así con los dos restantes puntos. En caso de que desprenda ceniza se van depositando en una pequeña bandeja de plata de arriba hacia abajo. Después mientras se va tomando ron acompasadamente y sin prisa se sigue fumando y leyendo y comentando sobre lo leído, ocasionalmente la bruja va leyendo sobre la pavesa y se van haciendo los cortes de ceniza que se depositan en la bandeja. Al final ella aplasta las cenizas con el pulgar de su mano izquierda y traza una cruz sobre ellas con el índice de la mano derecha y da una nueva lectura, esta marca las probabilidades de acontecimientos futuros, como era de esperarse, una racha de sucesos exitosos, ja ja ja. En cuanto al corazón siempre la brújula marca hacia el oriente y otras cosas más precisas que me cuesta revelar aquí ja ja ja, pero que coinciden con la realidad.
Hago un aparte al escrito anterior para decir que antiguamente los puros cubanos se torcían sobre los muslos de jóvenes artesanas lo que les daba esa extraña suavidad tan acentuada y sobresaliente.
Por lo demás aquí dejo el cuento leído para aquellos voraces aventureros y gozadores de lo sobrenatural en el arte y que fue la médula del ritual:

Eva está dentro de su gato
por Gabriel García Márquez

De pronto notó que se le había derrumbado su belleza que llegó a dolerle físicamente como un tumor o como un cáncer. Todavía recordaba el peso de ese privilegio que llevó sobre su cuerpo durante la adolescencia y que ahora había dejado caer —¡quién sabe dónde!— con un cansancio resignado, con un último gesto de animal decadente. Era imposible seguir soportando esa carga por más tiempo. Había que dejar en cualquier parte ese inútil adjetivo de su personalidad; ese pedazo de su propio nombre que a la fuerza de acentuarse había llegado a sobrar. Sí; había que abandonar la belleza en cualquier parte; a la vuelta de una esquina, en un rincón suburbano. O dejarla olvidada en el ropero de un restaurante de segunda clase como un viejo abrigo inservible. Estaba cansada de ser el centro de todas las atenciones, de vivir asediada por los ojos largos de los hombres. En la noche, cuando clavaba en sus párpados los alfileres del insomnio, hubiera deseado ser mujer ordinaria, sin atractivos. Dentro de las cuatro paredes de su habitación todo le era hostil. Desesperada, sentía prolongarse la vigilia por debajo de su piel, por su cabeza, empujando la fiebre hacia arriba, hacia la raíz de su cabello. Era como si sus arterias se hubieran poblado de unos insectos diminutos y calientes que con la cercanía de la madrugada, diariamente, se despertaban y recorrían con sus patas movedizas, en una desgarradora aventura subcutánea, ese pedazo de barro frutecido donde se había localizado su belleza anatómica. En vano luchaba por ahuyentar aquellos animales terribles. No podía. Eran parte de su propio organismo. Habían estado allí, vivos, desde mucho antes de su existencia física. Venían desde el corazón de su padre que los había alimentado dolorosamente en sus noches de soledad desesperada.
 O tal vez habían desembocado a sus arterias por el cordón que la llevó atada a su madre desde el principio del mundo. Era indudable que esos insectos no habían nacido espontáneamente dentro de su cuerpo. Ella sabía que venían de atrás, que todos los que llevaron su apellido tuvieron que soportarlos, que tuvieron que sufrirlos como ella cuando el insomnio se hacía invencible hasta la madrugada. Eran esos insectos los mismos que pintaban ese gesto amargo, esa tristeza inconsolable en el rostro de sus antepasados. Ella los había visto mirar desde su apagada existencia, desde su retrato, antiguo, víctimas de esa misma angustia. Todavía recordaba el rostro inquietante de la bisabuela que desde su lienzo envejecido pedía un minuto de descanso, un segundo de paz a esos insectos que allá, en los canales de su sangre, seguían martirizándola y embelleciéndola despiadadamente. No; esos insectos no eran suyos. Venían transmitiéndose de generación a generación sosteniendo con su diminuta armadura todo el prestigio de una casta selecta; dolorosamente selecta. Esos insectos habían nacido en el vientre de la primera madre que tuvo una hija bella. Pero era necesario, urgente, detener esa herencia. Alguien tenía que renunciar a seguir transmitiendo esa belleza artificial. De nada valía a las mujeres de su estirpe admirarse de sí mismas al regresar del espejo, si durante las noches esos animales hacían su labor lenta y eficaz, sin descanso, con una constancia de siglos. Ya no era una belleza, era una enfermedad que había que detener, que había que cortar en forma enérgica y radical.

Todavía recordaba las horas interminables en aquel lecho sembrado de agujas calientes. Aquellas noches en que ella trataba de empujar el tiempo para que con la llegada del día esas bestias dejaran de doler. ¿De qué servía una belleza así? Noche a noche, hundida en su desesperación, pensaba que más le hubiera valido ser una mujer vulgar, o ser hombre; pero no tener esa virtud inútil, alimentada por insectos de remotos orígenes que le estaban precipitando la llegada irrevocable de la muerte. Tal vez sería feliz si tuviera el mismo desgarbo, esa misma fealdad desolada de su amiga checoslovaca que tenía nombre de perro. Más le hubiera valido ser fea, para tener un sueño apacible como el de cualquier cristiano.
 Maldijo a sus antepasados. Ellos tenían la culpa de su vigilia. Ellos, que habían transmitido esa belleza invariable, exacta, como si después de muertas las madres sacudieran y renovaran las cabezas para injertarlas en los troncos de las hijas. Era como si la misma cabeza, una cabeza sola, hubiera venido transmitiéndose, con unas mismas orejas, con igual nariz, con idéntica boca, con su pesada inteligencia, en todas las mujeres, quienes tenían que recibirla irremediablemente como un doloroso patrimonio de belleza. Era allí, en la transmisión de la cabeza, donde venía ese microbio eterno que a través de las generaciones se había acentuado, había tomado personalidad, fuerza, hasta convertirse en un ser invencible, en una enfermedad incurable que al llegar a ella, después de haber pasado por un complicado proceso de censuración, ya ni podía soportarse y era amarga y dolorosa... Exactamente como un tumor o como un cáncer.

En esas horas de desvelo era cuando se acordaba de las cosas desagradables a su fina sensibilidad. Recordaba esos objetos que constituían el universo sentimental donde se habían cultivado, como en un caldo químico, aquellos microbios desesperantes. En esas noches, con los redondos ojos abiertos y asombrados, soportaba el peso de la oscuridad que caía sobre sus sienes como un plomo derretido. En derredor suyo dormían todas las cosas. Y desde su rincón, ella trataba de repasar, para distraer su sueño, sus recuerdos infantiles.

Pero siempre esa recordación terminaba con un terror por lo desconocido. Siempre su pensamiento, después de vagar por los oscuros rincones de la casa, se encontraba frente a frente con el miedo. Entonces empezaba la lucha. La verdadera lucha contra tres enemigos inconmovibles. No podría —no, no podría jamás— sacudir el miedo de su cabeza. Tenía que soportarlo apretado a su garganta. Y todo por vivir en ese caserón antiguo, por dormir sola en aquel rincón, apartada del resto del mundo.
Siempre su pensamiento se iba por los húmedos pasadizos oscuros sacudiendo de los retratos el polvo seco cubierto de telarañas. Ese polvo inquietante y tremendo que caía de arriba, desde ese sitio en que se estaban deshaciendo los huesos de sus antepasados. Invariablemente se acordaba de “el niño”. Allá lo imaginaba, sonámbulo, debajo de la hierba, en el patio, junto al naranjo con un puñado de tierra mojada dentro de la boca. Le parecía verlo en su fondo arcilloso, cavando hacia arriba con las uñas, con los dientes, huyéndole al frío que le mordía la espalda; buscando la salida al patio por ese pequeño túnel donde lo habían metido con los caracoles. En el invierno lo oía llorar con su llanto chiquito, sucio de barro, traspasado por la lluvia. Lo imaginaba completo. Tal como lo habían dejado cinco años atrás, en aquel hueco lleno de agua. No podía pensar que se hubiera descompuesto. Al contrario, debía de ser bellísimo navegando en esa agua espesa como en un viaje sin salida. O lo veía vivo pero asustado, miedoso de sentirse solo, enterrado en un patio tan sombrío. Ella misma se había opuesto a que lo dejaran allí, debajo del naranjo, tan cercano a la casa. Le tenía miedo. Sabía que en las noches en que la persiguiera la vigilia él lo adivinaría. Regresaría por los anchos corredores a pedirle que lo acompañara, a pedirle que lo defendiera de esos otros insectos que se estaban comiendo la raíz de sus violetas. Volvería a que lo dejara dormir a su lado como cuando era vivo. Ella tenía miedo de sentirlo de nuevo a su lado después de haber saltado el muro de la muerte. Tenía miedo de robar esas manos que “el niño” traería siempre cerradas para calentar su pedacito de hielo. Ella quería, después de que lo vio convertido en cemento como la estatua del miedo tumbada sobre el lino, quería que se lo llevaran lejos para no recordarlo en la noche. Y sin embargo lo habían dejado allí donde ahora estaba imperturbable, astroso, alimentando su sangre con el barro de las lombrices. Y ella tenía que resignarse a verlo regresar desde su fondo de tinieblas. Porque siempre invariablemente, cuando se desvelaba se ponía a pensar en “el niño” que debía estar llamándola desde su pedazo de tierra para que lo ayudara a fugarse de esa muerte absurda.
 Pero ahora, en su nueva vida intemporal, inespacial, estaba más tranquila. Sabía que allá, fuera de su mundo, todo seguía marchando con el mismo ritmo de antes; que su habitación debía de estar aún sumida en la madrugada y que sus cosas, sus muebles, sus trece libros favoritos, permanecían en su puesto. Y que en su lecho, desocupado, apenas empezaba a desvanecerse el aroma corpóreo que ocupaba ahora su vacío de mujer entera. Pero, ¿cómo pudo suceder “eso”? ¿Cómo ella, después de ser una mujer bella, con la sangre poblada de insectos, perseguida por el miedo en la noche total, había dejado la pesadilla inmensa, insomne, para ingresar ahora a un mundo extraño,desconocido, en donde habían sido eliminadas todas las dimensiones? Recordó. Aquella noche —la de su tránsito— hacía más frío que de costumbre y ella estaba sola en la casa, martirizada por el insomnio. Nadie perturbaba el silencio, y el olor que subía del jardín, era un olor a miedo. El sudor brotaba de su cuerpo como si la sangre de sus arterias se estuviera derramando con su carga de insectos. Deseaba que alguien pasara por la calle, alguien que gritara, que rompiera aquella atmósfera detenida. Que se moviera algo en la naturaleza, que volviera la tierra a girar alrededor del sol. Pero fue inútil. Ni siquiera despertarían esos hombres imbéciles que se habían quedado dormidos debajo de su oreja, dentro de la almohada. Ella también estaba inmóvil. Las paredes manaban un fuerte olor a pintura fresca, ese olor espeso, grande, que no se siente con el olfato sino con el estómago. Y sobre la mesa el reloj único, golpeando el silencio con su máquina mortal. “¡El tiempo... oh, el tiempo...!”, suspiró ella recordando a la muerte. Y allá, en el patio, debajo del naranjo, seguía llorando “el niño” con su llanto chiquito desde el otro mundo.

Acudió a todas sus creencias. ¿Por qué no amanecía en aquel momento o se moría de una vez? Nunca creyó que la belleza fuera a costarle tantos sacrificios. En aquel momento —como de costumbre— seguía doliéndole por encima del miedo. Y por debajo del miedo seguían martirizándola esos implacables insectos. La muerte se le había apretado a la vida como una araña que la mordía rabiosamente, dispuesta a hacerla sucumbir. Pero estaba de-morando el último instante. Sus manos, esas manos que los hombres apretaban imbécilmente, con manifiesta nerviosidad animal, estaban inmóviles, paralizadas por el miedo, por ese terror irracional que venía de adentro, sin ningún motivo, sólo por saberse abandonada en aquella casa antigua. Trató de reaccionar y no pudo. El miedo la había absorbido totalmente y continuaba allí, fijo, tenaz, casi corpóreo; como si fuera una persona invisible que se había propuesto no salir de su habitación. Y lo que más la intranquilizaba era que ese miedo no tuviera justificación alguna, que fuera un miedo único, sin razón; un miedo porque sí.
 La saliva se había vuelto espesa en su lengua. Era mortificante entre sus dientes esa goma dura que se le pegaba al paladar y fluía sin que ella pudiera contenerla. Era un deseo distinto a la sed. Un deseo superior que estaba experimentando por primera vez en su vida. Por un momento se olvidó de su belleza, de su insomnio y de su miedo irracional. Se desconoció a sí misma. Por un instante creyó que habían salido los microbios de su cuerpo. Sentía que se habían venido pegados a su saliva. Sí; todo eso estaba muy bien. Bien que los insectos la hubieran despoblado y que ahora pudiera dormir. Pero era necesario encontrar un medio para disolver aquella resina que le embotaba la lengua. Si pudiera llegar hasta la despensa y... ¿Pero en qué estaba pensando? Tuvo un golpe de sorpresa. Nunca había sentido “ese deseo”. La urgencia de la acidez la había debilitado, volviendo inútil la disciplina que había seguido fielmente durante tantos años, desde el día en que sepultaron a “el niño”. Era una tontería, pero sentía asco de comerse una naranja. Sabía que “el niño” había subido hasta los azahares y que las frutas del próximo otoño estarían hinchadas de su carne, refrescadas con la tremenda frescura de su muerte. No. No podía comerlas. Sabía que debajo de cada naranjo, en todo el mundo, había un niño enterrado que endulzaba las frutas con la cal de sus huesos. Sin embargo ahora tenía que comerse una naranja. Era el único remedio para esa goma que la estaba ahogando. Era una tontería pensar que “el niño” estaba dentro de una fruta. Aprovecharía ese momento en que la belleza había dejado de dolerle para llegar hasta la despensa. Pero... ¿no era raro aquello? Era la primera vez en su vida que sentía verdaderos deseos de comerse una naranja. Se puso alegre, alegre. ¡Ah, qué placer! ¡Comerse una naranja! No sabía por qué, pero nunca tuvo un deseo más imperativo. Se levantaría. feliz de ser otra vez una mujer normal; cantando alegremente llegaría hasta la despensa; cantando alegremente, como una mujer nueva, recién nacida. Llegaría inclusive hasta el patio y...

Su recuerdo se tronchaba de pronto. Recordaba que había tratado de levantarse y que ya no estaba en su cama, que había desaparecido su cuerpo, que no estaban allí sus trece libros favoritos y que ella no era ya ella. Ahora estaba incorpórea, flotando, vagando sobre una nada absoluta, convertida en un punto amorfo, pequeñísimo, sin dirección. No podía precisar lo sucedido. Estaba confundida. Sólo tenía la sensación de que alguien la había empujado al vacío desde lo alto de un precipicio. Y nada más. Pero ahora no sentía ninguna reacción. Se sentía convertida en un ser abstracto, imaginario. Se sentía convertida en una mujer incorpórea; algo como si de pronto hubiera ingresado en ese alto y desconocido mundo de los espíritus puros.
 Volvió a tener miedo. Pero era un miedo distinto al del momento anterior. Ya no era el miedo al llanto de “el niño”. Era un terror por lo extraño, por lo misterioso y desconocido de su nuevo mundo. ¡Y pensar que después todo eso había sucedido tan inocentemente, con tanta ingenuidad de su parte! ¿Qué iba a decir a su madre cuando al llegar a la casa se iba a enterar de lo acontecido? Empezó a pensar en la alarma que se produciría en los vecinos cuando abrieran la puerta de su habitación y descubrieran que el lecho estaba vacío, que las cerraduras no habían sido tocadas, que nadie había podido entrar o salir y que sin embargo ella no estaba allí. Imaginó el gesto desesperado de su madre buscándola por toda la habitación, haciendo conjeturas, preguntándose a sí misma “qué habría sido de esa niña”. La escena se le presentaba clara. Acudirían los vecinos y empezarían a tejer comentarios —algunos maliciosos— sobre su desaparición. Cada cual pensaría según su propio y particular modo de pensar. Cada cual trataría de dar la explicación más lógica, la más aceptable al menos, en tanto que su madre correría por los pasadizos del caserón, desesperada, llamándola por su nombre.

Y ella estaría allí. Contemplaría el momento detalle a detalle desde su rincón, desde el techo, desde las hendiduras del muro, desde cualquier parte; desde el ángulo más propicio, escudada en su estado incorpóreo, en su inespacialidad. La intranquilizaba pensarlo. Ahora se daba cuenta de su error. No podría dar ninguna explicación, aclarar nada, consolar a nadie. Ningún ser vivo podría ser informado de su transformación. Ahora —quizás la única vez que los necesitaba— no tendría una boca, unos brazos, para que todos supieran que ella estaba allí, en su rincón, separada del mundo tridimensional por una distancia insalvable. En su nueva vida estaba aislada, totalmente impedida de captar sensaciones. Pero a cada momento algo vibraba en ella, un estremecimiento que la recorría, inundándola, la hacía saber de ese otro universo físico que se movía fuera de su mundo. No oía, no veía, pero sabía de ese sonido y de esa visión. Y allá, en la altura de su mundo superior, empezó a saber que un ambiente de angustia la rodeaba.
Hacía apenas un segundo —de acuerdo con nuestro mundo temporal— que se había realizado el tránsito, de manera que sólo ahora empezaba ella a conocer las modalidades, las características de su nuevo mundo. En torno suyo giraba una oscuridad absoluta, radical. ¿Hasta cuándo durarían esas tinieblas? ¿Tendría que acostumbrarse a ellas eternamente? Su angustia aumentó de concentración al saberse hundida en esa niebla espesa, impenetrable: ¿estaría en el limbo? Se estremeció. Recordó todo lo que había oído decir alguna vez sobre el limbo. Si en verdad estaba allí, a su lado flotaban otros espíritus puros de niños que murieron sin bautismo, que habían estado muriendo durante mil años. Trató de buscar en la sombra la vecindad de esos seres que debían de ser mucho más puros, mucho más simples que ella. Aislados por completo del mundo físico, condenados a una vida sonámbula y eterna. Tal vez estaba “el niño” persiguiendo una salida para llegar hasta su cuerpo.
 Pero no. ¿Por qué tendría que estar en el limbo? ¿Acaso había muerto? No. Simplemente fue un cambio de estado, un tránsito normal del mundo físico a un mundo más fácil, descomplicado, en el que habían sido eliminadas todas las dimensiones.
Ahora no tenía que sufrir esos insectos subcutáneos. Su belleza se había derrumbado. Ahora, en esa situación elemental, podía ser feliz. Aunque... —¡oh!— no completamente feliz porque ahora su más grande deseo, el deseo de comerse una naranja, se había hecho irrealizable. Era por lo único que hubiera querido estar todavía en su primera vida. Para poder satisfacer la urgencia de la acidez que persistía aún después del tránsito. Trató de orientarse a fin de llegar hasta la despensa y sentir, siquiera, la fresca y agria compañía de las naranjas. Fue entonces cuando descubrió una nueva modalidad de su mundo: estaba en todas partes de la casa, en el patio, en el techo, hasta en el propio naranjo de “el niño”. Estaba en todo el mundo físico más allá. ¡Y sin embargo no estaba en ninguna parte! De nuevo se intranquilizó. Había perdido el control sobre sí misma. Ahora estaba sometida a una voluntad superior, era un ser inútil, absurdo, inservible. Sin saber por qué empezó a ponerse triste. Casi comenzó a sentir nostalgia por su belleza: por esa belleza que ella había desperdiciado tontamente.

Pero una idea suprema la reanimó. ¿No había oído decir acaso que los espíritus puros pueden penetrar a voluntad en cualquier cuerpo? Después de todo, ¿qué perdía con intentarlo? Trató de recordar cuál de los habitantes de la casa podría ser sometido a la prueba. Si lograba realizar su propósito quedaría satisfecha: podría comerse la naranja. Recordó. A esa hora la gente del servicio no acostumbraba estar allí. Su madre no había llegado todavía. Pero la necesidad de comerse una naranja unida ahora a la curiosidad de verse encarnada en un cuerpo distinto al suyo, la obligaba a actuar cuanto antes. Pero no había allí nadie en quien encarnarse. Era una razón desoladora: no había nadie en la casa. Tendría que vivir eternamente aislada del mundo exterior, en su mundo adimensional, sin poder comerse la primera naranja. Y todo por una tontería. Hubiera sido mejor seguir soportando unos años más esa belleza hostil y no anularse para siempre, inutilizarse como una bestia vencida. Pero ya era demasiado tarde.
Iba a retirarse, decepcionada, a una región distante del universo, a una comarca donde pudiera olvidarse de todos sus pasados deseos terrenos. Pero algo la hizo desistir bruscamente. En su comarca desconocida se abrió la promesa de un futuro mejor. Sí: había alguien en la casa en quien podría reencarnarse: ¡en el gato! Vaciló luego. Era difícil resignarse a vivir dentro de un animal. Tendría una piel suave, blanca, y habría en sus músculos concentrada una gran energía para el salto. En la noche sentiría brillar sus ojos en la sombra como dos brasas verdes. Y tendría unos dientes blancos, agudos, para sonreírle a su madre desde su corazón felino con una ancha y buena sonrisa animal. ¡Pero no...! No podía ser. Se imaginó de pronto metida dentro del cuerpo del gato, recorriendo otra vez los pasadizos de la casa, manejando cuatro patas incómodas y aquella cola se movería suelta, sin ritmo, ajena a su voluntad. ¿Cómo sería la vida desde esos ojos verdes y luminosos? En la noche se iría a maullarle al cielo para que no derramara su cemento enlunado sobre el rostro de “el niño” que estaría bocarriba bebiéndose el rocío. Tal vez en su situación de gato también sienta miedo. Y tal vez, al fin de todo no podría comerse la naranja con esa boca carnívora. Un frío venido de allí mismo, nacido en la propia raíz de su espíritu tembló en su recuerdo. No. No era posible encarnarse en el gato. Tenía miedo de sentir un día en su paladar, en su garganta, en todo su organismo cuadrúpedo, el deseo irrevocable de comerse un ratón. Probablemente cuando su espíritu empiece a poblar el cuerpo del gato ya no sentiría deseos de comerse una naranja sino el repugnante y vivo deseo de comerse un ratón. Se estremeció al imaginarlo preso entre sus dientes después de la cacería. Lo sintió debatirse en sus últimos intentos de fuga, tratando de liberarse para llegar otra vez hasta su cueva. No. Todo menos eso. Era preferible seguir allí eternamente, en ese mundo lejano y misterioso de los espíritus puros.

Pero era difícil resignarse a vivir olvidada para siempre. ¿Por qué tenía que sentir deseos de comerse un ratón? ¿Quién primaría en esa síntesis de mujer y gato? ¿Primaría el instinto animal, primitivo, del cuerpo, o la voluntad pura de mujer? La respuesta fue clara, cristalina. Nada había que temer. Se encarnaría en el gato y se comería su deseada naranja. Además sería un ser extraño, un gato con inteligencia de mujer bella. Volvería a ser el centro de todas las atenciones... Fue entonces, por primera vez, cuando comprendió que por sobre todas sus virtudes estaba imperando su vanidad de mujer metafísica.

Como un insecto cuando pone en guardia sus antenas así orientó ella su energía por toda la casa en busca del gato. A esa hora debía de estar aún sobre la estufa soñando que despertará con un tallo de valeriana entre los dientes. Pero no estaba allí. Volvió a buscarlo, pero ya no encontró la estufa. La cocina no era la misma. Los rincones de la casa le eran extraños; ya no eran aquellos oscuros rincones llenos de telaraña. El gato no estaba en ninguna parte. Buscó por los tejados, en los árboles, en los canales, debajo de la cama, en la despensa. Todo lo encontró confundido. Donde creyó encontrar, otra vez, los retratos de sus antepasados, no encontró sino un frasco con arsénico. De allí en adelante encontró arsénico en toda la casa, pero el gato había desaparecido. La casa no era ya la misma de antes. ¿Qué había sido de sus cosas? ¿Por qué sus trece libros favoritos estaban cubiertos ahora de una espesa capa de arsénico? Recordó el naranjo del patio. Lo buscó y trató de encontrar otra vez “el niño’’ en su hueco de agua. Pero no estaba el naranjo en su sitio y “el niño” no era ya sino un puño de arsénico con ceniza bajo una pesada plataforma de concreto. Ahora sí dormía definitivamente. Todo era distinto. Y la casa tenía un fuerte olor arsenical que golpeaba el olfato como desde el fondo de una droguería.
 Sólo entonces comprendió ella que habían pasado ya tres mil años desde el día en que tuvo deseos de comerse la primer naranja.

martes, 14 de mayo de 2013

Tres tequilas

“La poderosa muerte me invitó muchas veces:/ 
era como la sal invisible de las olas,/ 
y lo que su invisible sabor diseminaba/ 
era como mitades de hundimientos y altura/ 
o vastas construcciones de viento y ventisquero.”
Pablo Neruda










Primer tequila
Encontré a Bruno hace unos cinco años  en el antejardín de la casa de una vecina de la cual hice una ligera referencia hace ya tiempo. Hacía unos pocos días lo miraba pasar por la calle con una majestuosidad inusual en un animal callejero por lo que pensé se trataba de un perro en celo en busca de pareja perteneciente a alguna casa cercana. No era así, estaba perdido. Pregunté en varias casas y a distintas personas, nadie sabía de él. Le puse una correa en el cuello al indefenso y asustado para seguir de inmediato como viejos conocidos a mi casa, comió y bebió con esmero, lo bañé para quitarle el hedor de varios días de descuido, visitamos al otro día al veterinario para vacunas y exámenes, todo estuvo bien.
Seguidamente pegué varios avisos con su fotografía en las carteleras de algunos super y mini mercados para buscar a  su dueño, nunca apareció.
Hacía tiempo había tomado la determinación de no acoger en mi casa a ninguna de estas almas maravillosas, primero por las experiencias pasadas de las despedidas definitivas, segundo por falta de tiempo para dedicarles como se lo merecen, así que pregunté por quien estaría dispuesto a tenerlo siempre y cuando fuera bajo condiciones dignas. Un amigo de una antigua compañera quiso tenerlo, un músico solitario viviendo en una casa rodeada de un frondoso bosque era el perfecto hogar para el animalito. Se lo llevó muy a pesar de Bruno que se resistía a partir. Al cabo de algunos días me llama y dice que desde que llegó se metió debajo de un mueble, no sale de allí y se resiste a comer, convinimos entonces que lo regresara, y así se dio. Una vez lo estaba recibiendo de vuelta mientras conversaba con el músico se orinó en mi pierna, tal vez fue su manera de protestar.








Segundo tequila:
No tengo duda que fue un ser feliz, salvando una infección seria en uno de sus ojos la cual fue controlada luego de un tratamiento oftálmico largo y tedioso para él, también padeció de una alergia de piel por lo que debía comer un pienso especial, a veces sospecho que aquí radica la causa de la aparición del cáncer en su corazón. Por el momento los animales que quedan en mi casa ya les suspendí ese tipo de comida y en adelante solo se alimentarán con comida casera. Les gusta más y el menú es bastante variado.
Todo empezó hace unos dos meses, cuando Bruno se notó muy decaído, no volvió a jugar con sus muñecos, no volvió a correr, dormía más de lo habitual y hasta hace un mes dejó de comer, se le hicieron varios exámenes, cambios de comida y nada, luego tuvo un periodo de diarrea, nuevos exámenes, hemogramas, ultrasonidos y nada. Hasta cuando el 30 de Abril un nuevo ultrasonido mostró una extraña masa en el corazón y mucho líquido en el tórax (malas noticias, como dijo el veterinario), el objetivo era identificar el tumor mediante una complicada citología. No tuvimos tiempo, murió el ocho de Mayo un día antes, de pasar esa peligrosa prueba.








Tercer tequila:
“Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!/
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,/
la resaca de todo lo sufrido/
se empozara en el alma... ¡Yo no sé!”/

Madrugada del 8 de mayo 2013

Bruno:
Bueno, ya no tengo más tiempo, se acerca la hora, necesito un opiáceo doble, esta joda duele, y sí que duele. Mándate ese tequila y brindemos.

Aristos:
Aguantaremos hasta mañana, y allí sabremos que la hora no está tan cerca.

Bruno:
No habrá mañana, el día es hoy “Hoy estoy lúcido, como si estuviese a punto de morirme/ y no tuviese otra fraternidad con las cosas/ que una despedida…” ja ja ja

Aristos:
……………………………………

Bruno:
Deja esa cara que vas a adelantar la despedida, no es para tanto. Sabíamos que tarde o temprano llegaría este momento, lo que no sabíamos era el cómo y el cuándo. O si tú o yo, aún así debes conducir dentro de una hora hasta la veterinaria, así que hay la posibilidad que me saques ventaja.

Aristos:
Tal vez duermas un poco luego del calmante y te despertarás mejor.

Bruno:
Me cuesta respirar, saldré al patio a poner el hocico en los rincones, eso me calma.
Allí, allí al costado de la estufa!!! hay varias mariposas, y un minino, qué lindo!!! Y muchas ondinas pequeñitas de esas que nunca ves…tu cocina está llena de ellas!!!


Aristos:
La fiebre le produce delirios (pensé)

Epílogo
Sabemos que todos los seres vivos una vez nacidos traemos en el paquete de instrucciones ese botón de la desactivación definitiva. Mientras llega ese momento procuramos acomodar nuestras alegrías y penas de tal forma que sean más las alegrías mediante ese imperativo de vida de afirmarnos siempre para legar y traspasar nuestros yerros y triunfos para quien los sepa aprovechar y compartir en la fortuna o la desgracia.
Bruno fue un legado de metáforas afirmativas donde la bondad y alegría fue su abundancia y derroche, muchas de las ediciones en los blogs que edito fueron inspiradas en él y sé que esas ediciones llegaron y siguen llegando a tantos corazones que sueñan siempre con lo mejor.
Esta edición es mi homenaje a este amigo Springer Cocker Spaniel que una vez llegó sin que lo pidiera y se fue así sin más. Fue una metáfora que nos transformó para bien y que me ubicó de nuevo en una dimensión donde soy más real, más de verdad.
Aunque en este momento todo esté lleno de huecos y vacíos y todas las cosas mismas pesen más que el mismo universo soy consciente que me queda un margen para capitalizar esa herencia de espíritu, celebración y de pasión que me enseñó el amigo Bruno.  El mensaje ha sido recibido y escrito en el corazón.