Mientras el tren avanzaba, Federico
pensó en una de las apasionadas misivas que Noelia solía escribirle, en ella le
confesaba que el arte de perfumarse en las mañanas se había transformado en un
alucinante ritual donde deliraba desde su cuello, desde la parte de atrás de sus
orejas, desde las sienes, desde el valle de sus pechos, desde la concavidad de
su talle, desde las ingles, desde el ombligo, desde los tobillos, y desde la
parte interior de los dobleces de codos, rodillas y muñecas, también desde la
punta de sus cabellos.
Además en el último enjuague de su ropa interior, para
extender ese delirio y darles alma y espíritu a sus prendas, derramaba algunas
gotas para sus sostenes, bragas, medias y lencerías, no se quedaban atrás los
pañuelos, tampoco el vaporizado en los pliegues de sus faldas, en la seda de los
forros de sus trajes, y en el interior de las pretinas de sus pantalones.
Era perfumar su aura y su
iluminación para dejar tras de sí un maravilloso rastro y estela en cada uno de
sus pasos de enamorada en un delicioso dispersarse de luz entre las arenas de
oro de un mundo vivo y en las cosas vivas del mundo. Era el florecimiento cada
mañana de sus sentidos desde la tierra y desde la naturaleza. Sí, era la
apertura de la alegría de muchos horizontes donde ella y él celebraban con la
copa en alto el triunfo de su embriaguez de estar en este mundo.
Ya no eran adolescentes para
soportar físicamente estos incontenibles e incontrolados torrentes de amor y
volcánicas pasiones, de eso eran conscientes. Sus temores aparecieron cuando se
preguntaron si sus sueños estarían a la altura de tan gigantescas descargas
amatorias.
Todo empezó con pequeños malentendidos, reclamos insignificantes,
reconvenciones por una cosa u otra que fueron escalando como era normal hasta
que se salieron de sus manos, hasta convertirse en reproches infranqueables. Ya
no bastaron entonces las confesiones de arrepentimiento de uno o de otro o de
los dos al mismo tiempo, tampoco los
regalos de reconciliación.
A veces se sumían en largas horas o días eternos en
el abandono del uno por el otro donde cada uno deseaba volver a encontrar la
pista del comienzo y la ilusión de sus miradas enlazadas, los brincos de
felicidad del corazón saltando al corazón del otro. Era paradójico, entre más
se reclamaban amorosamente el uno por el otro más se alejaban y nada podían
hacer.
El miedo y el temor de perderse
para siempre les obligó a pactar una tregua basada en su distanciamiento
voluntario, donde los dos antes de reflexionar con la cabeza ardida, le darían
tiempo suficiente al corazón para que decidiera, ya fuera por un nuevo periodo
de un amor más sosegado o por un definitivo adiós. Bajo esta disyuntiva
decidieron echar su destino como última tabla de salvación o punto final.
Hacía varios meses que no sabían
el uno del otro, hasta que esta coincidencia fortuita de la foto de la pintura
y su perfume abría un nuevo horizonte, Federico no tenía la menor duda que esa
foto había pasado por las manos de Noelia, que tal vez ella estaba interesada
en ese cuadro y eso afirmó sus
sospechas, sí, ella se veía en la mujer de la pintura, mirando hacia ese otro
mundo donde los sueños tenían la respuesta que llevaba tanto tiempo esperando,
la obra era un signo y símbolo inequívoco de ese otear en aquella dimensión
donde él mismo la buscaba cada segundo de todos los días desde aquel día que no
volvió a verla.
Mientras cavilaba en esto, con
impaciencia por llegar cuanto antes, se imaginó la cafetería donde se
encontraría dentro de unos minutos y a una hora exacta para desayunar con la
curadora que había perdido la oferta del cuadro, la señorita Andreina Del Solar.
Cuando Federico la contactó para notificarle que había perdido una especie de
cotización le agradeció amablemente pero no mostró interés en recuperar el
documento, actitud que cambió cuando él le manifestó querer comprar la obra.
Dentro de poco Federico Martin se daría cuenta si volvería de nuevo su amor
después del desayuno.
FIN